Marcos Crotto
Comunión
Caminaba entre las tumbas. No había más de veinte,
adornadas con flores y cintitas. Una huerta de cruces perdida en la cordillera
recibiendo los colores del cielo. Dejó la mochila sobre una lápida y en la
pantalla de su cámara digital congeló una cruz de madera armada con dos troncos
y un Cristo tallado en la corteza. Me gustaría que me enterraran en un lugar
así, dijo. La piel blanca que la musculosa dejaba libre se le había puesto algo
rosa en esos días. Le sacó fotos a un pajarito amarillo que movía la cabeza
encima de una lápida y a un abejorro que se metía una y otra vez en la trompeta
de una flor que se abrazaba a una cruz de hierro. Se sentó en una piedra y
prendió un porro. Es como si los propios muertos, después de recorrer toda la
tierra, hubiesen decidido entrar allí, dijo, en este lugar apartado de los
hombres, y dormir para siempre en la roca de colores tan cerca del cielo. Christophe,
que la esperaba apoyado contra la puerta del Mitsubishi, de brazos cruzados,
oculto detrás de sus anteojos negros, le contestó que ya estaba fumada y le
pidió que se apurara, quería llegar antes que se hiciese de noche.
Ya de nuevo en el auto, Virginie miró las fotos en la
pantalla de su notebook. Le gustó una especialmente: se veía una tumba armada
con ladrillos y una reja de lanzas en las que se entrelazaban flores azules y
jarrones de cerámica; detrás de la tumba crecían yuyos verdes que contrastaban
con los colores de las flores; más abajo, jirones de nubes deambulaban entre
los pliegos de los cerros, de modo que el cementerio estaba arriba de la nube;
al fondo resurgía una montaña vertical, el cielo y la tierra se confundían en
esa imagen. La puso como protector de pantalla, reemplazando a su casa de
Bordeaux en una mañana fría pero de sol.
El GPS adherido al parabrisas
indicaba la existencia de arroyos, lechos secos, minados por piedras blancas
que parecían osamentas de peces. Por algo el pueblo al que iban se llamaba
Aguas Secas. Las paredes de la montaña doblaban con el camino. Naranjas,
verdes, turquesas, amarillas, rojas. La montaña, dijo Virginie, era la paleta
inmensa de un pintor que prepara los colores y que después no la toca porque advierte
que la paleta es el cuadro. Sólo colores. Ese paisaje era lo mismo. La fuerza
de los colores aislados de la materia. Él le preguntó si pensaba que
encontrarían el cuadro en Aguas Secas. Ella se encogió de hombros y miró un
rato la foto del cementerio, cerró la notebook, se reclinó contra la
ventanilla, tal vez podía dormir. Christophe puso el disco de Ravel. De a gotas
caía la fuerza del piano. Es una música lenta pero que no deja de avanzar, es
mágica, dijo Virginie, descalza y apoyando los pies contra el parabrisas. Christophe
le preguntó si la había tocado en algún concierto. Sí, dijo Virginie, me volví
loca estudiándola, encima con Ravel hay que contar una historia desde las
sensaciones, escuchá esta parte, ¿ves?, las notas imitan las campanadas que
velan a un ahorcado, se repiten las campanas y se repite el miedo a la muerte,
que va creciendo. No es una música, es una atmósfera que toca una música.
El camino ya parecía un serrucho, el disco empezó a saltar,
las notas se repetían o volvían atrás. Mejor apagarlo y abrir la ventanilla. No
sé por qué dejé el piano, dijo Virginie. Ya vas a volver, dijo él. Sí, no sé. Entró
el aire de la montaña y el errático ruido del motor que ya empezaba a sufrir el
esfuerzo de la altura. Pasaron dos o tres cementerios más, el paisaje se
secaba, pocas plantas, cada vez más rocas, la tierra desnuda y naranja, las
montañas parecían jarrones de arcilla.
Llegaron a Aguas Secas. La poca gente que caminaba por la
calle de piedra era vieja, con los rostros curtidos por el sol. Vestían ropas
de colores alegres algo erosionados por el uso. Delante del auto una señora
arreaba a sus cabras y en la vereda una nena en bicicleta los miraba con un
dedo metido en la nariz. Virginie le mostró la cámara, como preguntándole si le
podía sacar una foto; la nena pedaleó calle arriba.
Bajaron del auto. Las casas eran blancas, todas parecidas.
Ya casi no quedaba nada de pueblo cuando vieron, al final de una curva, una
pared grande de roca medio negra, un balcón arrodillado hacia un precipicio.
Arriba de la roca había un cura, sentado, mirando las montañas, y alrededor del
cura parecía estar concentrado todo el pueblo, en distintos niveles. Algunos
sentados sobre piedras, otros de pie, algunos con los ojos cerrados, otros
mirando al cura. A veces los miraban, como si no entendieran qué hacían dos
turistas en ese lugar. Virginie recordó esa escena de Ben Hur en la que Cristo predica en el monte. Una viejita arrugada
lloraba. Virginie le sacó una foto. Después se acercó un poco más al cura y
también le sacó una foto. Era rubio, de barba, flaco, parecía más un
conquistador que un cura. Perdieron el tiempo de cuánto duró esa oración, al
atardecer. Al final, el cura se puso de pie y caminó por un caminito bien
marcado. Todos lo siguieron: la vieja que lloraba, un tipo encima de un burro,
la nena de la bicicleta. Dos o tres señoras cantaban, no muy afinadas. Llegaron
de nuevo al pueblo por un caminito que ascendía y descendía entre arbustos
espinosos y duros. La capilla era blanca como las casas y con un campanario
exageradamente alto, le pareció a Virginie. Alguien empezó a sonar las campanas
y el sonido rodó cerros abajo con una avalancha de ecos.
Los bancos de madera rechinaban a medida que los ocupaban.
Virginie no sabía que el olor denso era guano de murciélago. Se hizo una fila
para comulgar. Todavía había luz. Comulgaban y después se arrodillaban en los
bancos o rezaban de pie, mirando al piso o al Cristo demasiado lastimado que
colgaba del techo. Ellos, por respeto, también lo miraban, tratando de
incorporarse a esa oración comunitaria, aunque casi al mismo tiempo advirtieron
el cuadro, detrás del Cristo, en la pared del altar.
Virginie caminó por los laterales y se acercó lo más que
pudo sin ser indiscreta. Le temblaron las piernas. Le sacó fotos al Cristo,
como para disimular, y después al cuadro. La
comunión de los pastores estaba en una capilla anclada en las montañas, a
más de diez mil kilómetros de donde había sido pintado quinientos años
atrás.
Los fieles se perdieron en los
cerros. Las puertas de las capillas quedaron abiertas. El cura había desaparecido
detrás del altar con la viejita que le hacía de ayudante. Pudieron acercarse
más al cuadro. Tendría unos dos metros de largo por uno y medio de alto. A
pesar del polvo y de la mugre acumulada se adivinaban figuras de hombres y de
mujeres que languidecían en la cima de un cerro. Había granjeros, una vieja con
un telar, un burro, un pastor con sus cabras, alguien que podía ser un
sacerdote. Otros cerros continuaban en distintos planos, secos, como cubiertos
de un manto de cuero de toro. Gris y negra la tierra. En cambio, el cielo
regalaba colores alegres que se encendían unos a otros. Los hombres y las
mujeres del cuadro levitaban con esas pinceladas características del pintor.
Como algunos pájaros de montaña, esas figuras ya eran más del cielo que de la
tierra.
El cura salteó churrascos con cebollas y les ofreció el
vino dulce que usaba para la misa. Ellos quisieron comer poco, tal vez para
mostrarse civilizados, pero el aire de la altura y el humo de la marihuana les había
inflado el hambre y limpiaron los platos. Les parecía increíble que el cura hablara
tan bien francés. El cura les comentó que su abuela había nacido en Francia,
ella le había enseñado. No se interesó demasiado por la vida de ellos ni
tampoco quería hablar de él. Apenas comió unos bocados de cebolla con pan. Al
final de la cena, Christophe le pidió si les podía mostrar de nuevo la capilla.
La recorrieron, cada uno sosteniendo un candelabro con velas encendidas. Cuando
llegaron al cuadro, Christophe fingió sorpresa, dijo que era lindo y que le
gustaría comprarlo. El cura contestó que todo lo que estaba allí pertenecía a
la comunidad de los cerros. Virginie comentó que le encantaría llevarse el
cuadro así recordaba su viaje por esa parte del mundo, era tan lindo ese lugar,
y el cuadro mostraba muy bien todo eso, seguramente lo había pintado alguien de
la zona, dijo acercando una vela a la tela. Se iluminaron los ojos del burro y
de un pastor. El cura sonrió y explicó de nuevo que el cuadro pertenecía a la
comunidad. Hablaba lento y siempre como si mirara un poco más allá de aquello
que enfocaba. No le importaron los tres mil dólares que ofreció Virginie. Christophe
dijo que tal vez podían pagar hasta diez mil, aunque el cuadro ni tenía firma,
seguro que era de un pintor desconocido, y estaba arruinado de humedad, dijo
ella, y de polvo, dijo él, pero igual subían la oferta, la gente de esa zona
era demasiado pobre. El cura los miró y dijo que la comunidad apreciaba ese
cuadro, no estaba en su poder venderlo, eso dependía de Dios. ¿Y cómo hablamos
con Él?, preguntó Christophe, riéndose.
El cura entró en el cuarto pegado a la sacristía. Preparó
dos camas para ellos y después lo vieron tirarse entre unos perros flacos. ¿Por
qué no duerme en una cama?, le preguntó Virginie. Así le ofrezco el sacrificio
a Dios, dijo, ya acostado sobre el suelo. También les dijo que se despedía
ahora de ellos, en unas horas, en plena noche, saldría en burro hacia los
cerros, había casas arriba, estaría unos días administrando sacramentos.
Virginie se acostó en una cama y Christophe salió a fumar tabaco.
Miró el brillo rabioso del cielo, enmarcado por las cumbres. Entonces le
pareció que el cuadro estaba bien en ese lugar: un pueblo levitando entre la
potencia de las montañas y las riquezas brillantes que esperan del otro lado de
la noche.
Los murciélagos revoleteaban alrededor del campanario,
cazando insectos.
Aunque el cura ya había partido con
el burro, ellos caminaban en silencio, casi en puntas de pie, como si la
capilla fuera un museo minado de alarmas. Virginie colocó la tela enrollada dentro
de un tubo de aluminio. Fueron hacia el Mitsubishi, lo empujaron y saltaron a
los asientos cuando el auto tomó velocidad por el efecto de la pendiente. Christophe
prendió el motor, aceleró, pero las piedras golpeaban la panza del auto. Había
que tranquilizarse o romperían el cárter de aceite. Apenas se veía el camino
que despertaban los faros y que se hundía y resurgía entre piedras. Menos mal
que tenían el GPS. De los matorrales saltaban tucuras de lado a lado,
atravesando la luz de los faros. No hablaban. A veces, Virginie miraba para atrás y
tocaba el cilindro que contenía la tela que ella había desprendido del marco
con su navaja. En doce horas, tal vez diez, llegarían a Chile cruzando por el
Paso de Jama. Tenían documentos diplomáticos, nadie molestaría. Virginie bajó
la ventanilla. Le sorprendió el aire húmedo, enseguida se largó a llover, gotas
que estallaban en el parabrisas, aisladas unas de otras. Después ya fue una
lluvia pareja, vertical y monótona, interrumpida por algún trueno que vibraba
en las montañas.
Los limpiaparabrisas apartaban el agua con su coreografía.
Llovía con calma, una lluvia mansa que no golpeaba la tierra sino que la
bañaba.
Los sobresaltó el primer arroyo.
Donde ayer había un lecho resquebrajado ahora pasaba una cuerda de agua marrón.
Christophe metió las ruedas de a poco, el agua rascó la panza del auto, las
ruedas volvieron a apoyar el peso del Mitsubishi sobre la tierra.
Ahora llovía fuerte, cascadas de
agua que bajaban con viento y peso. Christophe tenía que esquivar las piedras
que se habían desprendido de las paredes de roca. A veces Virginie tenía que
bajarse para correrlas. Se embarraba las manos y la cara. Por momentos no se
veía nada, sólo la lluvia casi encima, empañada por los faros. El agua también
caía de las paredes de la montaña. Ese paisaje quieto y silencioso de la tarde
anterior ahora era un gigante que movía sus aguas, sus rocas, sus ruidos.
El Mitsubishi se les quedó en medio
de uno de los arroyos. Los faros casi que se hundieron en un pozo, iluminaron
el agua desde abajo, como un submarino, el motor se apagó después de toser. Las
ruedas sirvieron más de flotadores que de apoyo y el auto empezó a girar
empujado por las olas hacia la cascada que rugía al costado del camino. Christophe ayudó a Virginie a subirse al techo del auto
y de ahí, colgada de las hojas de una cortadera, pisó tierra firme. Christophe
agarró el cilindro y estiró el brazo. Ella tuvo que meterse un poco en el
arroyo y alcanzar uno de los extremos. Él también se colgó de las cortaderas
para llegar a la tierra. En el cilindro se juntaron las sangres de los dos, las
lavó la lluvia.
Se refugiaron debajo de una piedra que salía de la pared.
Desde allí vieron cómo la corriente bajaba cada vez más rápido y más gorda. El
agua negra pasaba por encima del capó y acercaba el auto a la pendiente.
Oscuro, el auto parecía una roca que divide el cauce de un río.
La luna resplandeció en las rejas de lanza y en algunas
cruces de hierro. El cementerio estaba ahí nomás. Se sentaron en uno de los
banquitos de piedra. Christophe se tiró a dormir, Virginie le pidió que no se
durmiera y le preguntó qué harían con todo ese lío. Ni bien el cura volviera de
su paseo le subirían la oferta, una muy buena oferta, le harían entender que el
cuadro tenía que estar en un museo y que el gobierno francés podría ayudar con
donaciones a la comunidad. Tengo frío, dijo Virginie. Habían perdido todas sus
cosas. Mañana, cuando baje el agua, las rescatamos del auto, dijo Christophe.
La luz todavía era azul y no dejaba
ver más que sombras de arbustos o rocas no muy lejos. Desde arriba de los
cerros se soltaba un cielo turquesa y rosa. Divisaron al Mitsubishi en un
desbarranco, cuarenta metros abajo del camino. Apenas se veían las gomas y una
puerta entreabierta. Lo demás eran plantas y barro que se le habían pegado como
una barba. Imposible bajar hasta ahí, se podían romper una pierna y ahí sí que
la cosa sería brava.
No sabían qué hacer, si caminar, si
quedarse ahí. Salió el sol y al rato apareció un hombre a caballo y un chico,
seguramente el hijo, encima de un burro. No se pudieron entender. El chico los
ayudó a subirse al burro, uno pegado al otro. El hombre iba adelante con su
caballo y el chico caminaba y los arrastraba con el bozal. No hablaban. Dejaron
el camino de autos y se metieron en una huella marcada por animales. Volvían
para el pueblo. Ristras de nubes aparecían desde las montañas, como si la
tierra las pariera, y al rato todo el cielo estaba atravesado de largas franjas
de nubes grises, parecido a un campo recién arado. Una aventura esto de
rastrear arte, dijo Christophe y Virginie se rió. No tengas miedo, le dijo Christophe.
Adelante, el hombre guiaba al caballo con silbidos.
Llegaron al pueblo. Los cascos del caballo y del burro
sonaban en el empedrado. Apareció la nena con la bici, otra nena con una muñeca
que le colgaba de la mano, tres chicos jugaban al fútbol. Los miraron pasar y
después siguieron jugando. Se bajaron del burro en la puerta de la capilla. Una
viejita arrugada como una nuez se acercó a Virginie con la mano estirada, ella
le dio la mano, pero la viejita no quería saludarla, quería el tubo de
aluminio. La viejita sacó la tela de adentro y desenrolló ahí mismo los colores
alegres del cielo y los grises en las montañas. Afuera del cuadro era al revés.
La tierra de colores y el cielo gris. Christophe se lamentó de no saber mejor
español, no podía dar explicaciones por lo del cuadro ni hablar de otras cosas,
como de fútbol, el cinco del Paris Saint Germain era argentino. Vamos a buscar
un teléfono, dijo Virginie.
En el pueblo no tenían mucho que hacer. No había teléfonos,
no había autos y tampoco señales del cura. Se sentaron en una vereda. Por lo
menos sus ropas ya estaban casi secas. Sonó la campana de la capilla.
— C’est un si bémol.
Sonó de nuevo, y otra vez, y otra vez, y así siguió, y a
medida que sonaba hombres y mujeres bajaban de los cerros cargando sus palas,
lazos, machetes y demás instrumentos de trabajo. Se reunían frente a una
placita, donde se quedaban medios quietos, como pintados. Virginie buscó a la
nena de la bicicleta, ya no había chicos en la calle. Miró a la comunidad de
los cerros, ahora se movía, ahora avanzaba hacia ellos dos.
Desde arriba del campanario se veían los colores
superpuestos de la montaña, y, más abajo, las tumbas blancas de un cementerio.
Imagem retirada da Internet: túmulo
Nenhum comentário:
Postar um comentário
Deixe seu comentário aqui