Alexei Bueno - Poema


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A Maja Desnuda- Goya


VIDÊNCIA



Se os nossos olhos te enxergassem, rosa,
E não só: “É uma rosa” nos dissessem
Na vulgar gradação que nunca esquecem,
Que epifania na manhã tediosa!

Se eles vissem, ao vê-la, cada coisa
E não seu nome, se afinal pudessem
Fugir da furna abstrata onde destecem
A vida, um morto partiria a lousa

Maciça de aqui estar. Flor, nuvem, muro,
Árvore, que é uma só e não tal nome,
Se tudo entrasse o corredor escuro

Que há em nós, algo de exato se ergueria,
Algo que para o tempo ou que o consome,
Que alveja a noite e entenebrece o dia.


In. Em Sonho -1999.
Imagem retirada da Internet: Rosa

Samanta Schweblin - Conto


El núcleo del disturbio
Cuentos

Parada en el medio de la ruta Felicidad ha creído ver, en el horizonte, el débil reflejo de las luces traseras del auto. Ahora, en la oscuridad cerrada del campo, sólo se distinguen la luna y su vestido de novia. Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no tendría que haber tardado tanto. Desprende del tul algunos granos de arroz. Apenas puede adivinar el paisaje: el campo, la ruta y el baño.
       Quiere llorar, pero todavía no puede. Corrige los pliegues del vestido, se mira las uñas, y contempla, cada tanto, la ruta por la que él se ha ido. Entonces algo sucede:
       -No vuelven- dice una mujer.
       Felicidad se asusta y grita. Por un segundo cree encontrarse frente a un fantasma. Intenta controlarse, pero el cuerpo no deja de temblarle. Mira a la mujer: nada parece sobresaltarla, tiene una expresión vieja y amarga, aunque conserva entre las arrugas grandes ojos claros y labios de perfectas dimensiones. 
       -La ruta es una mierda- dice la mujer. Saca de su bolsillo un cigarrillo, lo enciende y se lo lleva a la boca- Una mierda. Lo peor…
       Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.
       -¿Y qué? ¿Vas a esperarlo?- dice la mujer.
       Ella mira el lado de la ruta por el que, de volver su marido, vería aparecer el auto, y no se anima a responder.
       -Nené- dice la mujer, y le ofrece la mano.
       Ella extiende con duda la suya y se saludan. Los movimientos de Nené son firmes y fuertes.
       -Mirá- dice Nené; se sienta junto a Felicidad- voy a hacértela corta- pisa el cigarrillo apenas empezado, enfatiza las palabras- se cansan de esperar y te dejan. Eso es todo. Parece que esperar es algo que no toleran. Entonces ellas lloran y los esperan… Y los esperan… Y sobre todo, y durante mucho tiempo: lloran, lloran y lloran todavía más.
       Aunque lo intenta, Felicidad no logra entenderla. Está triste, y cuando más necesita del apoyo fraternal, cuando sólo otra mujer podría comprender lo que se siente tras haber sido abandonada junto a un baño de ruta, ella sólo cuenta con esa vieja hostil que antes le hablaba y ahora le grita.
       -¡Y siguen llorando y llorando durante cada minuto, cada hora de todas las malditas noches!
       Felicidad respira profundamente, sus ojos se llenan de lágrimas. 
       -Y meta llorar y llorar… Y te digo algo: esto se acaba. Estoy cansada, agotada de escuchar a tantas estúpidas desgraciadas. Y una cosa más te digo… -se interrumpe, parece dudar, y pregunta- ¿Cómo dijiste que te llamabas?
       Ella quiere decir Felicidad, pero se traga el llanto, hipando.
       -Hola… ¿Te llamabas…?
       -Fe, li…- trata de controlarse. No lo logra, pero resuelve la frase- cidad.
       -No, no, no. Ni se te ocurra. Por lo menos aguantá algo más que las demás.
       Felicidad empieza a llorar.
       -No. No voy a seguir soportando esto. No puedo. ¡Felicidad!
       Ella fuerza una respiración ruidosa y retiene el llanto, pero enseguida la situación le es insostenible y todo vuelve a empezar.
       -No puedo creer, que él…- respira- que me haya…
       Nené se incorpora, mira a Felicidad con desprecio y se aleja furiosa, campo adentro. Ella intenta contenerse, pero al fin se descarga:
       -¿Desconsiderada!- le grita, pero después se incorpora y la alcanza- espere… No se vaya, entienda…
       Nené camina ignorándola.
       -Espere- Felicidad vuelve a llorar.
       Nené se detiene.
       -Callate- dice- ¡Callate tarada!
       Entonces Felicidad deja de llorar y Nené le señala la oscuridad del campo.
       -Callate y escuchá.
       Ella traga saliva. Se concentra en no llorar.
       -Bueno, ¿y? ¿Lo sentís?- mira hacia el campo.
       Felicidad la imita, intenta concentrarse.
       -Lloraste demasiado, ahora hay que esperar a que se te acostumbre el oído.
       Felicidad hace un esfuerzo, tuerce un poco la cabeza. Nené espera impaciente a que ella al fin comprenda.
       -Lloran…- dice Felicidad, en voz baja, casi con vergüenza.
       -Sí. Lloran. ¡Sí, lloran! ¡Lloran toda la maldita noche! ¿No me vez la cara? ¿Cuándo duermo? ¡Nunca! Lo único que hago es oírlas todas las malditas noches. Y no voy a soportarlo más, ¿se entiende?
       Felicidad la mira asustada. En el campo, voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten a gritos los nombres de sus maridos.
       -¿Y a todas las dejan?
       -¡Y todas lloran!- dice Nené.
       Entonces gritan:
       -¡Psicótica!
       -¡Desgraciada, insensible!
       Y otras voces se suman:
       -¡Dejános llorar, histérica!
       Nené mira hacia todos lados. Grita al campo:
       -¿Y que hay de mí…? ¿Qué hay de las que hace más de cuarenta años que estamos acá, también abandonadas, y tenemos que oír sus estúpidas penitas todas las malditas noches? ¿Eh? ¿Qué hay?
      -¡Tomate un calmante! ¡Loca!
      Felicidad mira a Nené y comprende cuánto más grande es la tristeza de aquella mujer comparada con la suya. Nené se muerde los labios y niega. En el campo los gritos son cada vez más violentos. 
       -¡Vení, turrita!; ¡vení y da la cara!
       -Vení, dale. A ver cuanto te dura esta nueva amiguita…
       -¡Dónde estás vieja! ¡Hablá infeliz!
       -¡Cuando vos ya estabas acá llorando nosotras todavía salíamos con ellos desgraciada!
       Algunas voces dejan de gritar para reírse.
       Nené se deja caer y se sienta resignada.
       -¡Déjenla en paz!- dice Felicidad. Se acerca a Nené y la abraza como se abraza a una niña.
       -Hay… Que miedo…- dice una de las voces- así que ahora tenés compañerita…
       -Yo no soy compañerita de nadie- dice Felicidad- sólo trato de ayudar…
       -Ay… Solo trata de ayudar…
       -¿Saben por qué la dejaron en la ruta?
       -¡Por qué es una morsa flaca!
       -No, la dejaron porque…- se ríen- …porque mientras ella se probaba su vestido de novia, nosotras ya nos acostábamos con su maridito…- vuelven a reírse.
       Las voces se escuchan cada vez más cerca. Es un griterío donde es difícil separar a las que lloran de las que se ríen.
       -¡Porqué no se callan, cotorras!- grita Nené.
       -¡Ya te vamos a agarrar, turra!
       Felicidad siente bajo los pies el temblor de un campo por el que avanzan cientos de mujeres desesperadas. Nené comienza a retroceder hacia la ruta. Felicidad la sigue.
       -¿Cuántas son…?- pregunta.
       -Muchas- dice Nené- demasiadas.
       Pero Felicidad no puede escucharla, los insultos son tantos y están ya tan cerca que es inútil responder o tratar de llegar a un acuerdo.
       -¿Qué hacemos?- insiste Felicidad.
       Entonces Nené adivina en ella los signos contenidos del llanto.
       -No se te ocurra llorar- le dice.
       Retroceden cada vez más rápido. Ya casi están sobre la ruta. A lo lejos, un punto blanco crece como una nueva luz de esperanza. Felicidad piensa ahora, por última vez, en el amor. Piensa para sí misma: que no la deje, que no la abandone.
       -Si para nos subimos- grita Nené.
       -¿Qué?
       Ya están cerca del baño.
       -Que si el auto para…
       El murmullo las sigue y ya parece estar sobre ellas. No alcanzan a verlas, pero saben que están ahí, a pocos metros. El coche se detiene frente al baño. Nené se vuelve hacia Felicidad y le ordena que avance, y sin acercarse demasiado, oculta aún en la oscuridad, espera a que la mujer se baje para sentarse ella y obligar al hombre a conducir. Pero el que se baja es él. Con las luces recortando el camino aún no ha visto a las mujeres y baja apurado agarrándose la bragueta. Entonces el barullo aumenta. Las risas y las burlas se olvidan de Nené y se dirigen exclusivamente a él. Se detiene pero ya es tarde; en sus ojos el espanto de un conejo frente a las fieras. Mientras, Nené rodea el auto para subir del lado del conductor, pero cuando intenta abrir la puerta se encuentra con que la mujer ha puesto las trabas de seguridad. 
       -¡Abra, vamos! ¡Tenemos que subir!- dice Nené mientras forcejéa la puerta.
       -Si se quiere bajar dejála- dice Felicidad- por ahí ellos sí se quieren.
       Desde el interior del coche la mujer grita qué quieren, de dónde vienen, una pregunta tras otra. Nené grita y golpea desesperada los vidrios:
       -¡Abrí, nena! ¡Abrí!
       La mujer se cambia de asiento y enciende el motor. El hombre escucha el automóvil pero no se vuelve para mirar. Está absorto y parece adivinar, en la oscuridad, la masa descomunal de mujeres que corren hacia él.
       -¡Abrí, tarada!- Nené golpea los vidrios con los puños, forcejea la manija de la puerta. 
       Detrás, Felicidad mira al hombre y a Nené, al hombre y a Nené. La mujer acelera nerviosa haciendo patinar las ruedas. Nené y Felicidad retroceden. Parte del auto cae a la banquina y las salpica de barro. Al fin las ruedas vuelven a morder el asfalto y el auto se aleja. 
       Aunque tras ellas los gritos de las mujeres continúan, el reflejo anaranjado de las luces traseras alejándose parece sumirlas en una silenciosa tristeza. A Felicidad le hubiese gustado abrazar a Nené, apoyarse en su hombro al menos. Es entonces cuando pequeños pares de luces blancas comienzan a iluminar el horizonte.
       -¡Vuelven!- dice Felicidad.
       Pero Nené no responde. Enciende un cigarrillo y contempla en la ruta los primeros pares de luces que ya están casi sobre ellas. 
       -¡Son ellos!- dice Felicidad- se arrepintieron y vuelven a buscarnos…
       -No- dice Nené, y suelta una bocanada de humo- son ellos, sí; pero vuelven por él.


Samanta Schweblin - Conto


Pássaros na boca

Pássaros na boca



Desliguei a tevê e olhei pela janela. O carro de Silvia estava estacionado em frente à casa com o pisca-alerta ligado. Pensei se havia alguma possibilidade real de não atender, mas a campainha voltou a soar; ela sabia que eu estava em casa – fui até a porta e abri.

- Silvia – disse.

- Olá – disse ela, e entrou sem que eu chegasse a dizer nada. – Temos que conversar. Apontou o sofá e obedeci porque, às vezes, quando o passado bate à porta e me trata como há quatro anos, continuo sendo um imbecil.

- Você não vai gostar. É… É forte – olhou o seu relógio – é sobre Sara.

- Sempre é sobre Sara – disse.

- Você vai dizer que exagero, que sou uma louca, tudo isso. Mas hoje não há tempo. Você tem que vir à minha casa agora mesmo. Tem que ver com seus próprios olhos.
- O que houve?
- Já disse a Sara que você iria. Ela está esperando.


Ficamos em silêncio um momento. Pensei em qual seria o próximo passo, até que ela franziu o cenho, se levantou e foi até a porta. Peguei meu casaco e saí atrás dela.
Por fora a casa estava como sempre, com a grama recém cortada e as azaleias de Silvia penduradas das sacadas do primeiro piso. Cada um saiu de seu carro e entramos sem falar. Sara estava no sofá. Embora as aulas deste ano já tivessem terminado, usava o agasalho da escola que lhe dava um ar igual às colegiais pornôs das revistas. Estava sentada com as costas retas, os joelhos juntos e as mãos sobre os joelhos, concentrada em um ponto da janela ou do jardim, como se estivesse fazendo um desses exercícios de ioga da mãe. Me dei conta de que, mesmo que tenha sido sempre mais para pálida e magra, aparentava transbordar saúde. Suas pernas e seus braços pareciam mais fortes, como se viesse fazendo exercícios há alguns meses. Seu cabelo brilhava e as bochechas estavam rosadas, como de maquiagem, mas real. Quando me viu entrar, sorriu e disse:

- Oi, papai.

Minha filha era realmente uma doçura, mas duas palavras bastavam para entender que algo ia mal com essa menina, algo seguramente relacionado com a mãe. Às vezes penso que talvez devesse ter levado ela comigo, mas quase sempre penso que não. A uns metros da tevê, perto da janela, havia uma gaiola. Era uma gaiola para pássaros – de uns setenta, oitenta centímetros – que pendia do teto, vazia.

- O que é isso?

- Uma gaiola – disse Sara, e sorriu.



Silvia me fez um sinal para que a seguisse à cozinha. Fomos até o janelão e ela se virou para verificar que Sara não nos escutava. Seguia rija no sofá, olhando a rua, como se nunca tivéssemos chegado. Silvia me falou em voz baixa.

- Olha, você vai ter que ter calma.

- Não enche. O que é que tá acontecendo?

- Ela não come desde ontem.

- Você tá brincando?

- Você precisa ver com seus próprios olhos.
- Você tá louca?


Disse que voltássemos à sala e me apontou o sofá. Me sentei em frente a Sara. Silvia deixou a casa e a vimos cruzar o janelão e entrar na garagem.

- O que está acontecendo com a sua mãe?

Sara deu de ombros, dando a entender que não sabia. Seu cabelo preto e escorrido estava preso num rabo de cavalo, com uma franjinha que chegava quase aos olhos. Silvia voltou com um caixa de sapatos. Trazia-a nivelada, com ambas as mãos, como se tratasse de algo delicado. Foi até a gaiola, a abriu, tirou da caixa um pardal bem pequeno, do tamanho de uma bola de golf, meteu ele dentro da gaiola e a fechou. Jogou a caixa no chão e a chutou para o lado, junto a outras nove ou dez caixas similares que iam se amontoando debaixo da escrivaninha. Então Sara se levantou, seu rabo de cavalo brilhou de um lado a outro de sua nuca, e foi até a gaiola saltitando como fazem as garotas que têm cinco anos a menos que ela. De costas para nós, na ponta dos pés, abriu a gaiola e tirou o pássaro. Não pude ver o que fez. O pássaro deu um pio e ela forcejou um momento, talvez porque ele tentasse escapar. Silvia tapou a boca com a mão. Quando Sara se virou para nós, o pássaro tinha sumido. Tinha a boca, o nariz, o queixo e as mãos manchadas de sangue. Sorriu envergonhada, sua boca gigante se arqueou e se abriu, seus dentes vermelhos me obrigaram a levantar de um salto. Corri até o banheiro, me fechei e vomitei na privada. Pensei que Silvia me seguiria e começaria com as culpas e as determinações do outro lado da porta, mas ela não fez nada. Lavei minha boca e meu rosto e fiquei escutando em frente ao espelho. Baixaram algo pesado no andar de cima. Abriram e fecharam algumas vezes a porta de entrada. Sara perguntou se poderia levar com ela a foto da prateleira. Quando Silvia respondeu que sim, sua voz já estava longe. Abri a porta tentando não fazer barulho, e entrei no corredor. A porta principal estava aberta de par em par e Silvia punha a gaiola no assento traseiro do meu carro. Dei uns passos com a intenção de sair da casa gritando umas verdades, mas Sara saiu da cozinha para a rua e me detive para que eu não visse. Se abraçaram. Silvia a beijou e a colocou no assento do acompanhante. Esperei que voltasse e fechasse a porta.

- Que merda…?

- Leve ela – foi até a escrivaninha e começou a amassar e dobrar as caixas vazias.

- Meu Deus Silvia, sua filha come pássaros!

- Não posso mais.

- Ela come pássaros! Você viu? Que merda ela faz com os ossos?
Silvia ficou me olhando, desconcertada.
- Acho que ela os engole também. Não sei se os pássaros… – disse e ficou me olhando.
- Não posso levar ela.
- Se ela ficar, me mato. Me mato e antes mato ela.
- Ela come pássaros!


Silvia foi até o banheiro e se trancou. Olhei para fora, pelo janelão. Sara me acenou alegremente do carro. Tratei de me acalmar. Pensei em coisas que me ajudaram a dar alguns passos torpes até a porta, rezando para que esse tempo fosse suficiente para voltar a ser um homem comum e corrente, um tipo elegante e organizado capaz de ficar dez minutos de pé no supermercado em frente à gôndola dos enlatados se certificando de que as ervilhas que está levando são as mais adequadas. Pensei que, se é fato que algumas pessoas comem pessoas, então comer pássaros vivos não é tão ruim. Também que, de um ponto de vista natural, é mais saudável que as drogas, e, do social, é mais fácil de ocultar que uma gravidez aos treze. Porém, até pegar na maçaneta do carro, segui repetindo come pássaros, come pássaros, come pássaros, e assim foi.

Levei Sara para casa. Não disse nada durante a viagem e quando chegamos, trouxe sozinhas as suas coisas. Sua gaiola, sua mala – que havia colocado no porta-malas -, e quatro caixas como as que Silvia havia trazido da garagem. Não pude ajudá-la com nada. Abri a porta e então esperei que ela fosse e voltasse com tudo. Quando entramos, disse que podia usar o quarto de cima. Depois que se instalou, a mandei que descesse e se sentasse diante de mim na mesa da copa. Preparei dois cafés, mas Sara Pôs de lado sua xícara e disse que não tomava infusões.

- Você come pássaros, Sara – disse.

- Sim, papai.

Mordeu os lábios, envergonhada, e disse:

- Você também.

- Você come pássaros vivos, Sara.
- Sim, papai.


Me lembrei de Sara aos cinco anos, sentada à mesa conosco, correndo para o seu prato, devorando fanaticamente uma abóbora, e pensei que, de alguma forma, solucionaríamos o problema. Mas quando a Sara que tinha diante de mim voltou a sorrir, me perguntei o que sentiria ao engolir algo quente e em movimento, algo cheio de plumas e patas na boca. Tapei a minha própria boca, como fazia Silvia, e deixei ela sozinha em frente aos dois cafés intactos.

Passaram três dias. Sara estava quase todo o tempo na sala, rija no sofá, com os joelhos juntos e as mãos sobre eles. Eu saía cedo para o trabalho e me aguentava as horas consultando na internet infinitas combinações das palavras “pássaro”, “cru”, “cura”, “adoção”, sabendo que ela seguia sentada ali, olhando para o jardim durante horas. Quando entrava em casa, por volta das sete, e a via tal qual a havia imaginado durante todo o dia, os pelos da nuca se eriçavam e me dava vontade de sair e deixá-la trancada à chave, hermeticamente trancada, como esses insetos que se caça quando se é criança para guardar em frascos de vidro até que o ar acabe. Poderia fazer isso? Quando eu era pequeno, vi no circo uma mulher barbada que carregava ratos na boca. Mantinha-os um tempo, com o rabo se mexendo entre os lábios fechados, enquanto caminhava em frente ao público sorrindo e mexendo os olhos para cima, como se isso lhe desse um grande prazer. Agora pensava nessa mulher quase todas as noites, dando voltas na cama sem poder dormir, considerando a possibilidade de internar Sara em um centro psiquiátrico. Talvez pudesse visitá-la uma ou duas vezes por semana. Poderia revezar com Silvia. Pensei nesses casos em que os médicos sugerem certo isolamento do paciente, afastando-o da família por uns meses. Talvez fosse uma boa opção para todos, mas não estava seguro de que Sara poderia sobreviver num lugar assim. Ou sim. Em qualquer caso, sua mãe não permitiria. Ou sim. Não conseguia me decidir.

No quarto dia, Silvia veio nos ver. Trouxe cinco caixas de sapatos que deixou junto à porta de entrada, do lado de dentro. Nenhum de nós dois disse nada a respeito. Perguntou por Sara e lhe apontei o quarto de cima. Quando desceu, lhe ofereci café. Bebemos na sala, em silêncio. Estava pálida e suas mãos tremiam tanto que fazia tilintar a louça cada vez que voltava a apoiar a xícara sobre o pires. Um sabia o que o outro pensava. Eu podia dizer “isso é culpa sua, isto é o que você conseguiu”, e ela podia dizer algo absurdo como “isto está acontecendo porque você nunca prestou atenção nela”. Porém a verdade é que já estávamos muito cansados.

- Eu cuido disso – disse Silvia antes de sair, apontando para as caixas de sapatos. Não disse nada, mas a agradeci profundamente.

No supermercado, as pessoas carregavam seus carrinhos de cereais, doces, verduras, carnes e laticínios. Eu me limitava a meus enlatados e enfrentava a fila em silêncio. Ia duas ou três vezes por semana. Às vezes, mesmo que não tivesse nada para comprar, passava antes de voltar para casa. Tomava um carrinho e percorria as gôndolas pensando no que podia estar esquecendo. À noite, assistíamos juntos à televisão. Sara, ereta, sentada em seu canto do sofá, eu na outra ponta, espiando ela de tempos em tempos para ver se acompanhava a programação ou se já estava outra vez com os olhos cravados no jardim. Eu preparava comida para dois e levava à sala em duas bandejas. Deixava a de Sara em frente a ela, e ali ficava. Ela esperava que eu começasse a comer e então dizia:

- Com licença, pai.

Se levantava, subia ao seu quarto e fechava a porta com delicadeza. A primeira vez, baixei o volume do televisor e esperei em silêncio. Se escutou um pio agudo e curto. Uns segundos depois, a torneira do banheiro e a água correndo. Às vezes, descia uns minutos depois, perfeitamente penteada e serena. Outras vezes tomava uma ducha e descia diretamente em pijama.

Sara não queria sair. Estudando o seu comportamento pensei que talvez sofresse algum princípio de agorafobia. Às vezes colocava uma cadeira no jardim e tentava convencê-la de sair um pouco. Porém era inútil. Ainda conservava uma pele radiante de energia e estava cada vez mais bonita, como se passasse o dia fazendo exercícios debaixo do sol. De tempos em tempos, fazendo as minhas coisas, encontrava uma pluma. No piso junto à porta da copa, detrás da lata de café, entre os talheres, ou ainda úmida no box. As recolhia, cuidando que ela não me visse fazendo isso, e as metia no vaso sanitário. Às vezes ficava olhando como iam embora com a água. Às vezes o vaso voltava a se encher, a água se aquietava, como um espelho outra vez, e mesmo assim seguia ali olhando, pensando se seria necessário voltar ao supermercado, se realmente se justificava encher os carrinhos com tanto lixo, pensando em Sara, no que é que havia no jardim.

Uma tarde, Silvia me ligou para avisar que estava de cama, com uma gripe feroz. Disse que não poderia nos visitar. Me perguntou se eu me viraria sem ela e então entendia que não poder nos visitar significava que não poderia trazer mais caixas. Lhe perguntei se tinha febre, se estava comendo bem, se tinha ido a um médico, e quando a deixei suficientemente ocupada com suas respostas, disse que tinha que desligar e desliguei. O telefone voltou a tocar, mas não o atendi. Víamos televisão. Quando trouxe minha comida, Sara não se levantou para ir a seu quarto. Olhou o jardim até que eu terminasse de comer, e só então voltou ao programa que estávamos vendo.

No dia seguinte, antes de voltar para casa, passei pelo supermercado. Pus algumas coisas no meu carrinho, o de sempre. Passeei entre as gôndolas como se fizesse um reconhecimento do mercado pela primeira vez. Me detive na seção de animais de estimação, onde havia comida para cachorros, gatos, coelhos, pássaros, peixes. Levantei alguns alimentos para saber o que se eram. Li do que eram feitos, suas calorias, e as quantidades que recomendadas para cada raça, peso e idade. Depois, fui à seção de jardinaria, onde só havia plantas com ou sem flor, vasos e terra, então voltei outra vez à seção dos animais de estimação e fique ali pensando no que fazer depois. As pessoas chegavam com seus carrinhos e se moviam se esquivando de mim. Anunciaram nos alto-falantes a promoção de laticínios para o Dia das Mães e passaram uma música melódica sobre um sujeito que tinha várias mulheres mas sentia falta de seu primeiro amor, até que final empurrei o carrinho e voltei à seção de enlatados.

Essa noite, Sara demorou a dormir. Meu quarto estava embaixo do dela, e escutei-a caminhar nervosa no teto, se deixar, voltar a levantar. Me perguntei em que condições estaria o quarto, não havia subido desde que ela tinha chegado, talvez o lugar estivesse um verdadeiro desastre, um curral cheio de sujeira e penas.

A terceira noite depois do telefonema de Silvia, antes de voltar à casa, me detive para ver as gaiolas de pássaros que estavam penduradas do toldo de uma veterinária. Nenhum se parecia com o pardal que havia visto na casa de Silvia. Eram coloridos, e em geral um pouco maiores. Fiquei ali um pouco, até que um vendedor se aproximou perguntando se eu estava interessado em algum pássaro. Disse que não, que de jeito nenhum, que só estava olhando. Ficou por perto, mexendo em caixas, olhando para a rua, depois entendeu que eu realmente não compraria nada, e voltou para o balcão.

Em casa, Sara esperava no sofá, erguida em seu exercício de ioga. Nos cumprimentamos.
- Oi, Sara.

- Oi, papai.

Estava perdendo suas bochechas rosadas e já não estava tão bem quanto nos dias anteriores. Preparei minha comida, me sentei no sofá e liguei o televisor. Depois de um tempo, Sara disse:
- Paizinho…
Engoli o que estava mastigando e baixei o volume, duvidando de que realmente tivesse falado, mas ali estava, com os joelhos juntos e as mãos sobre os joelhos, me olhando.
- Que? – eu disse.

- Você me ama?

Fiz um gesto com a mão, acompanhado de um assentimento. Tudo em conjunto significava que sim, que claro. Era minha filha, não? E ainda assim, por via das dúvidas, pensando sobretudo o que minha ex-mulher teria considerado “o correto” disse:
- Sim, meu amor. Claro.

E então Sara sorriu, uma vez mais, e olhou o jardim durante o resto do programa.

Voltamos a dormir mal, ela passeando de um lado ao outro do quarto, eu dando voltas em minha cama até que adormeci. Na manhã seguinte, chamei Silvia. Era sábado, mas não atendia ao telefone. Chamei mais tarde, e por volta do meio-dia também. Deixei uma mensagem, mas não respondeu. Sara esteve toda a manhã sentada no sofá, olhando o jardim. Seus cabelos estavam desarrumados e já não se sentava tão ereta, parecia muito cansada. Perguntei se estava tudo bem e ela disse:
- Sim, papai.

- Por que você não sai um pouco ao jardim?

- Não, papai.



Pensando na conversa na noite anterior, me ocorreu que poderia perguntar a ela se me amava, mas em seguida me pareceu uma estupidez. Voltei a telefonar a Silvia. Deixei outra mensagem. Em voz baixa, tomando o cuidado para que Sara não escutasse, disse para a secretária eletrônica:

- É urgente, por favor.
Esperamos sentados cada um em seu sofá, com o televisor ligado. Umas horas mais tarde, Sara disse:
- Com licença, papai.

Se trancou em seu quarto. Desliguei o televisor para escutar melhor: Sara não fez nenhum barulho. Decidi que telefonaria a Silvia uma vez mais. Porém, levantei o gancho, escutei o sinal de linha e desliguei. Fui de carro até a loja de bichos, procurei o vendedor e lhe disse que necessitava de um pássaro pequeno, o menor que tivesse. O vendedor abriu um catálogo com fotografias e disse que os preços e a alimentação variavam de uma espécie para outra.

- Você gosta dos exóticos ou prefere algo mais familiar?

Golpeei o tampo com a palma da mão. Algumas coisas saltaram no balcão e o vendedor ficou em silêncio, me olhando. Apontei para um pássaro pequeno, escuro, que se movia nervoso de um lado a outro de sua gaiola. Me cobraram cento e vinte pesos e me entregaram em uma caixa quadrada de cartolina verde com pequenos buracos, um saco grátis de alpiste que não aceitei e um folheto do criador com a foto do pássaro na frente.
Quando voltei, Sara continuava trancada. Pela primeira vez desde que ela estava em casa, subi e entrei no quarto. Estava sentada na cama em frente à janela aberta. Me olhou, mas nenhum de nós dois disse nada. Estava tão pálida que parecia doente. O quarto estava limpo e ordenado, a porta do banheiro encostada. Havia umas vinte caixas de sapatos sobre a escrivaninha, mas desmontadas – de modo que não ocupavam tanto espaço – e empilhadas cuidadosamente umas sobre as outras. A gaiola pendia vazia perto da janela. Na mesinha de cabeceira, perto do abajur, o porta-retrato que tinha levado da casa de sua mãe. O pássaro se moveu e escutamos suas patas na cartolina, mas Sara permaneceu imóvel. Deixei a caixa sobre a escrivaninha e, sem dizer nada, saí do quarto e fechei a porta. Então me dei conta de que não me sentia bem. Me apoiei na parede para descansar um momento. Olhei o folheto do criador, que ainda levava na mão. No verso, havia informações sobre o cuidado do pássaro e seus ciclos de procriação. Ressaltavam a necessidade da espécie se acasalar nos períodos quentes e as coisas que se podia fazer para que os anos de cativeiro fossem os mais amenos possíveis. Escutei um pio breve, e depois a torneira do chuveiro. Quando a água começou a correr me senti um pouco melhor e soube que, de alguma forma, conseguiria descer as escadas.


Tradução de Ronaldo Pelli e Douglas Duarte


Vera Lúcia de Oliveira - Poema



SEMPRE



fui sempre
de percorrer na carne
o puído dos vãos
sempre de pôr o pé
na intimidade
das veias
sempre de lavrar
os dias mais
ferozes
para que doendo
amansem a morte


In. livro Entre as junturas dos ossos.
Imagem retirada da Internet: mulher

Daniel Lima - Poema


Recife - Foto by Luiz Castro

Recife, primeira de todas as cidades
e a última de todas, a mais persistente
nas lembranças, a que mais teima
em não ser esquecida.


Recife, sofrida e linda,
generosa e rebelde,
que amas o mar que te agride
e te beija nas pedras arrecifes,
Recife que te banhas
desacanhada e nua
nas águas de teus rios
por baixo de tuas pontes
e te retorces nas estreitas ruas
de teus bairros antigos,
de assombrados sobrados
e dormes serenamente nas areias das praias
sonhando o teu futuro
que o passado de lutas te promete.


Oh! como é doce nascer em ti
mas como custa viver em ti
cidade contraditória e múltipla, cidade
que misturas batalhas e folguedos,
que enquanto te rebelas,
bailarida e guerreira
danças o frevo nas ruas e os maracatus.


Moro em ti
e tu demoras em mim, Recife !



Fonte: Letra&Leituras
Imagem retirada da Internet: Recife

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